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Movilidad y calidad del aire, un vínculo estrecho

Artículo de opinión del profesor Arturo Ariño, ecólogo y director científico del Museo de Ciencias de la Universidad de Navarra.

23/09/20 11:04 Arturo Ariño
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Arturo Ariño
FOTO: Manuel Castells

Hace 33 años abrió en Tokyo el primer bar donde por dos euros un camarero servía al cliente tres minutos de oxígeno en una copa de cristal conectada a una manguera. Por 30 euros se puede comprar hoy una lata con ocho litros de aire comprimido de las Montañas Rocosas. A medio litro por bocanada, disfrutar durante una hora de ese aire prístinocanadiense sale por dos mil.

Esnobismo aparte, la paradoja de estas absurdas latas de “aire puro” es que representan el círculo vicioso perfecto: Traerlas en barco y camión genera precisamente la contaminación del aire de la que pretenden escapar quienes las compran.

El aire es muy parecido por todas partes. Siempre encontraremos un 78% de nitrógeno y un 21% de oxígeno que necesitamos para respirar. Pero es en los pequeños detalles (menos del 0,1%) donde las diferencias se disparan. Dejando aparte el vapor de agua, son gases como los óxidos de nitrógeno, azufre o carbono, el ozono, o componentes como las partículas en suspensión, los que marcan entre otros la diferencia entre ese aire que percibimos como puro en una montaña y el aire contaminado del que huían los tokiotas y que sigue persiguiendo a los habitantes de muchas ciudades.

La calidad del aire tiene efectos bien conocidos sobre la salud. Aunque hay algunos componentes de origen natural –como el polen que causa alergias, el polvo sahariano que traen los vientos o la sal marina que nos escupe la brisa– buena parte de esos componentes que nos preocupan se producen principalmente al quemar combustible. Allá donde haya calderas y motores, habrá contaminación atmosférica.

La tormenta perfecta para la calidad del aire converge en las ciudades, donde vivimos la mayoría. A una mayor densidad de gente se suma la necesidad de desplazarse, y en las grandes ciudades, además, en distancias largas. A partir de un umbral de distancia, estos desplazamientos se hacen principalmente con medios de transporte, especialmente en ciudades con un modelo en el que los centros de trabajo o estudio estén separados de las áreas residenciales (la mayoría de las ciudades modernas que han crecido horizontalmente). Los medios de transporte, hoy, suponen un motor y la mayoría de los motores, hoy, son de combustión. Y si el sistema de transporte público es deficitario o ineficiente, entonces el transporte elegido es el vehículo particular.

En la ciudad, y sobre todo en la gran ciudad moderna, se combinan muchas fuentes de contaminación en movimiento (vehículos) que se mueven en recorridos más largos cuanto más ancha es la ciudad, con otras fijas (calderas de las casas o industrias) más grandes cuanta más población se apiña en bloques, en un mismo espacio compartido pero compartimentado por edificios, que frenan el viento que dispersaría a los contaminantes.

Y aquí tenemos servida la ecuación perversa de la calidad del aire y el transporte en la urbe. La contaminación es directamente proporcional a la cantidad de emisión e inversamente proporcional a la cantidad de disipación. Ahora bien, los contaminantes se dispersan con la dimensión lineal de la ciudad (el frente que ofrece al viento), pero se generan con el cuadrado de esa dimensión (por su superficie) o incluso con el cubo en el caso de ciudades de desarrollo vertical. Este desequilibrio es el que, históricamente, convierte la contaminación en las ciudades en un problema exponencial, especialmente crítico en las ciudades donde se concentra más población. Como el factor que crece más rápido con la dimensión de la ciudad es la intensidad de transporte, es precisamente en este factor donde tenemos la mejor oportunidad de conseguir el mayor efecto si queremos doblegar la ecuación sin rediseñar por completo nuestras ciudades y nuestro modo de vida.

A igualdad de necesidad de transporte, sólo aquél que sea a la vez progresivamente menos dependiente de una motorización basada en combustibles fósiles y que suponga mover menos masa por persona desplazada (cada kilo que se mueve requiere energía adicional) puede conseguirlo. Tanto el desarrollo de una red de transporte público eficiente y sostenible, como la adopción de medios de transporte más ligeros y menos dependientes de motores de combustión (como bicicletas u otros vehículos de movilidad personal, electrificados o no), tienen la capacidad de reducir el número total de tubos de escape por unidad de superficie y la masa total en movimiento y, con ello, facilitar que la contaminación restante se disperse más rápidamente mientras seguimos avanzando al ideal de que no se llegue ni siquiera a generar.

Los tradicionales motores de explosión tendrán tarde o temprano que ir desapareciendo de nuestras ciudades. Todavía está por ver cuáles serán los posibles sustitutos que los reemplacen, pero basta salir a la calle (cuando los confinamientos lo permiten) para percibir que ya empiezan a estar aquí.

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